Bajo el mismo arcoiris
El 28 de Junio hemos celebrado de nuevo el orgullo de ser quienes somos con la misma alegría que ha caracterizado esta jornada durante muchos años en los que nos ha tocado ganar cada reconocimiento, cada dignidad, cada respeto…
Habrá quien tache esta marcha de frívola o que no se identifique o quien, incluso, la considere innecesaria. Es cierto que nada tiene que ver nuestra presencia en la sociedad actualmente con el “oscuro armario” en el que vivíamos pero no podemos olvidar a todas aquellas personas, millones en el mundo, donde las agresiones, desprecios, etc, son habituales y socialmente consentidas con absoluta impunidad. Por no mencionar aquellos países (alrededor de cincuenta) donde la homosexualidad se castiga con la pena capital.
De hecho, aquí todavía hay faena… No hay que recorrer mucha distancia para advertir conductas hostiles y esa tremenda y dolorosísima invisibilidad que padecen muchas personas atrapadas en el rango más bajo de la estima donde se ven abocadas a sobrevivir. Y desde esa siniestra y solitaria profundidad hasta la más alta de las plataformas, desde la militancia más serena hasta el traje de lentejuelas más llamativo, salimos a la calle.
A mí me gusta pensar que en esta manifestación está lo mejor de cada casa. Y creo que no me equivoco si aseguro que la historia, el tiempo, nuestro trabajo, nuestra ilusión, nuestra fe en nosotras mismas han sido argumentos más que sólidos para compartir las calles donde queremos vivir con esas personas aparentemente tan diferentes a nosotras. Esta es la lección que, desde mi punto de vista, hemos aprendido y desearía que pudiéramos transmitir: la diversidad existe y es un lujo, una posibilidad que admite infinitas interpretaciones para encontrar un espacio cómodo donde vivir y que depende exclusivamente de nuestro derecho inalienable a la libertad.
En este contexto o colorido panorama quisiera detenerme en un fotograma: una familia formada por dos mujeres y dos hijos gestados por una de ellas. He tenido el honor de conversar con una de las dos. Me confiesa al final de la charla que es feliz y lo menciono con una profunda emoción pero sobre todo, con esperanza y orgullo porque nos conocemos desde hace muchos años y compartimos ese recorrido que las lesbianas hemos hecho posible teniendo la certeza de que hay cosas que podemos cambiar o de que vamos a ser capaces de labrarnos la vida que queremos vivir. Bueno, pues ella disfruta de su vida (para mí esto es un privilegio, con los tiempos que corren…) y yo no sólo lo celebro sino que me reconcilio, al menos durante un rato, con el mundo, con el amor… hasta con el clima.
Aunque parezca que he empezado por el final de la historia donde sólo faltan las perdices, Amaia, mi amiga e inspiradora de este texto, piensa que éste es un momento de un proceso de maduración y complicidad con su pareja.
Quiso la suerte que ambas deseaban ser madres o educadoras o lo que fuera, factor éste fundamental junto con el hecho de que no fue esa llamada biológica o espíritu maternal que se nos adjudica sólo por el hecho de ser mujeres. En realidad, Amaia, antes de conocer a su pareja, ya había iniciado los trámites exigidos para una adopción monomarental en China. Este recurso, sin embargo, pierde interés ya que ese tipo de adopciones (los de una sóla mujer u hombre) son los últimos de la fila y el tiempo de espera no es sólo largo sino incierto.
Se presenta pues la opción, ventajosa para las mujeres, de gestar en el propio cuerpo de una de ellas. La elección de quién iba a desempeñar esa tarea la toman, por razones obvias, en función de la edad y es la más joven quien la asume.
No es lo suficientemente joven (35 años) para poder hacer uso de nuestro servicio sanitario y deben acudir a una clínica privada donde el primer paso es firmar un documento de obligado cumplimiento, sólo para parejas del mismo sexo, en el que las dos asumen la responsabilidad por igual de todo el proceso por el que van a pasar. Este mismo documento es imprescindible también en el Registro Civil para inscribir a la criatura y sólo para parejas del mismo sexo… ¿Para qué sirve el Libro de Familia?
Y esto es sólo el principio porque inmediatamente se encuentran inmersas en un protocolo que no contempla ni de lejos la singularidad de cada persona sino que está diseñado para parejas heterosexuales que han fracasado en el intento de procrear de forma tradicional. Es un precio elevado el que hay que pagar y no me refiero al dinero (que también) ya que ese protocolo, no olvidemos que en parte innecesario, incluye todo un repertorio que no voy a detallar aquí, de pruebas o tratamientos tan dolorosos como agresivos para el cuerpo y consecuentemente, para el ánimo no sólo de quien los padece sino también para Amaia.
Se encuentran sentimientos tan inesperados como impredecibles y todo ello aderezado de cantidades desmesuradas de hormonas, las caprichosas, óvulos… un sentimiento extraño de responsabilidad que se manifiesta en forma de culpabilidad (si no sale esto bien igual es que yo estoy haciendo algo mal). Amaia, como no podía ser de otra manera, intenta consolar lo inconsolable desde su propia confusión. A pesar de todo la pareja se fortalece y se apoya hasta que al fin hay un embarazo y es ahora cuando empieza otra aventura, ésta ya sí, la mayor, van a ser madres. Una aventura que vuelven a iniciar tres años después. Si alguien tiene la tentación de cuestionar o criticar el entorno que esta pareja está garantizando a sus dos hijos, sólamente se me ocurre cuestionar su propio entorno, perdonadme la osadía pero hay tanto amor que dan ganas de llorar (de alegría, por supuesto).